Wednesday, December 27, 2006

LAS LECCIONES DE FELLINI

Aunque ha pasado mucha agua bajo el puente del Tiber, el film Roma (1972) del director italiano Federico Fellini, es un referente muy vigente para encontrar una verdadera definición de ciudad, a través de su relato escenográfico. Al recorrer sus calles, sus monumentos, sus plazas, sus claros y oscuros, nos va cautivando la intemporalidad urbana de su intensa vida, fuente eterna de su vigencia.
Reflexionando sobre el estudio que intenta recuperar el Centro de Concepción, creo que esta película, nos define cuatro elementos de la ciudad que van surgiendo a través de los episodios, al describir la vida diaria de Roma, revelando nítidamente lo que nunca debe perder una ciudad. Son rasgos insustituibles de la “ciudad eterna” -así llamada- y aplicables a cualquier urbe. En este caso, a la trama fundacional de Concepción.

Inicialmente, la primera escena en una noche de verano calurosa todos los habitantes de los edificios de la ciudad se vuelcan a la calle y en mesas compartidas, las familias comen juntos intercambiándose los platos, en medio de calurosas conversaciones y cruce de afectos, opiniones, gestos y acercamientos. Aquí se plasma la necesidad de la vida en los espacios públicos exteriores, ya sea en plazas, calles, pasajes de barrios, vecindarios o del centro en que se produzca intercambio ciudadano, sin segregación ni marginación de nadie. Todos pueden expresarse. La vida privada esta supeditada a lo público. Es la fiesta de la cotidianeidad, y de lo corriente, que nos devuelve a la familiaridad.

Cronológicamente, la siguiente escena, sigue secuencialmente un largo recorrido de entrada a la ciudad, en medio de una gigantesca congestión vehicular que va mostrando como desde diversos puntos todos los caminos parecen conducir a Roma, con la típica “fauna felliniana” en que se funden lo grotesco, lo insólito, lo humano, lo dramático y lo burlesco de una manera única, mostrando la diversidad mundana, y en que todos parecen ser atraídos a un centro luminoso. Gravitando como satélites alrededor de un sol vivo y ardiente. Certeramente, remata en el circo romano, como si todos “sintieran” la ciudad como un gran evento.
El equipo de camarógrafos en medio de la llovizna y la lentitud, como en una peregrinación, nos revelan una ley urbana : todo debe ir a un centro, sin dispersión, para que la ciudad se vitalice con las añoranzas y sueños, de quienes viene de afuera, esperando algo. El centro es el dentro gravitatorio de lo publico, para atraer el encuentro de lo diverso, de la rica complejidad, que se condensa en un lugar, que no se diluye ni se dispersa. La “anti-ciudad” se desgravita hacia fuera. Eso es la ruina. La ciudad, aquí es descrita, como una celebración en que siempre va a suceder algo significativo.

De una manera casi documental y fortuita, la tercera secuencia transcurre en los subterráneos del metro en construcción, en que se abre un forado, descubriendo un espacio arqueológico rodeado de antiquísimos frescos . A medida que va entrando oxigeno, todos los frescos de fuertes colores empiezan a esfumarse. De una manera metafórica da cuenta como el progreso, va borrando la historia, pese a los intentos inútiles de evitarlo. Es un llamado a la preservación de la historia, de la herencia soterrada, que es la base de la memoria de la ciudad actual. En cierta forma, el patrimonio no debe ser expuesto al avance despiadado del presente, para que sea destruido, sino que delicadamente guardado como hueso santo.

La última escena surge desde las sombras de un antiquísimo palacio que alberga a la aristocracia romana, en un desfile de moda de atuendos religiosos, del cual surge como una aparición la figura de un Papa resplandeciente, que todos veneran.
Detrás de un aparente sarcasmo, Fellini, revaloriza la tradición y los ritos como actos del alma citadina más trascendente, fusionando lo anacrónico y decadente con los presagios futuristas, la trascendencia con el respeto sacro. Vida y muerte celebrada.
Esto confirma que los mitos de una ciudad, como algo inherente, sus creencias y veneraciones, sus ritos y celebraciones, sus liturgias y fiestas de guardar, más allá de lo contingente y el corto plazo, son vitales a su identidad urbana. Es el espíritu de la pesadez que asienta la memoria colectiva en algo superior. Eso, alienta la pasión por una ciudad, el amor por lo urbano, que desborda nuestro yo, para sentirnos verdaderamente como un ciudadano.
Lo invisible del Genius Loci -los espíritus de un lugar- que trasciende la vida material, en definitiva sostiene a una ciudad, más que el cuerpo arquitectónico. El ánima venerada, es el suspiro que alienta la materia : La creencia sostiene el rito, y el rito, sostiene la fe.
Una ciudad se puede resumir en cuatro palabras que son las características insustituibles de su vida urbana, y que no pueden faltar : Encuentro, Gravitación, Memoria y Rito. Debilitar, algunas de estos componentes, solo provocará la lenta decadencia de una ciudad. Probablemente, no permanecerá eterna como lo ha sido Roma.

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